ORÍGENES
Se abrazaron tierna, amorosa y violentamente. Ercole, lagrimeando a orilla del camino, veía como el vehículo se alejaba en medio de los tres cerros que dominaban la llanura. Allí, minutos antes, ambos protagonistas prometían volver a verse para compartir una vez más los recuerdos ya grisados por el tiempo…
“La notte di Natale:.. e freda e tacitta la notte bella…..”, así comenzaba el arrullo que mi abuela Antonia susurraba en mis oídos, inundando mi cara con el calor de su regazo Y seguramente recordaba aquello que sabía perdido: su pueblo en los Abruzzos, su gente, los suyos, aquellos a los que nunca quiso dejar, pero que la fuerza del amor logró separar y empujó hacia este lugar en la Argentina.
Hoy, después de toda una vida, estoy volando hacia Roma, voy a conocer parte de Italia y, si es que puedo, Magliano de´Marsi. Voy en busca de mi infancia, de esa simple poesía que mis abuelos me repetían en las cálidas nochebuenas del Dock Sud; esa época, donde el barrio bullía de inmigrantes laboriosos: gallegos, croatas, yugoslavos, napolitanos, polacos, caboverdeanos y calabreses; esas personas que, por la tarde, salían a la puerta con su petisa, esa silla de madera y paja, baja para apoyar en el suelo y tener al alcance de la mano el mate para hablar del trabajo, los hijos y los nietos, de cómo extrañaban sus pueblos y sus reiterados deseos de retornar.
Desde que llegué al aeropuerto, tengo una sensación de ansiedad y de ternura. Vuelven a mí los cuentos de la Gran Guerra, historias de heroísmos, de miedos, de máscaras de gas, de alambre de púas y de un terremoto, hechos que asolaron a la bella Italia en el primer cuarto del siglo XX. Flavio, mi abuelo, en 1914 y con sólo quince años, fue incorporado al ejército, conociendo así las innumerables tragedias y miserias humanas de esa Primera Guerra.
A comienzos de 1930 intuyó la posibilidad de otra contienda e hizo lo que muchos: emigró solo a la Argentina para trabajar, ahorrar y poder pagar los pasajes de mi abuela y sus tres hijos, Matilde, Americo y Ettore. Él no quería para su familia ese destino negro y sangriento que comenzaba a oscurecer, nuevamente, el cielo europeo.
“Don Roma”, así lo llamaban en el Frigorífico Anglo, era capataz de esos nobles estibadores que, casi sin protección contra el frío, cargaban con carne congelada las cámaras de los barcos de la Blue Star Line con destino a Inglaterra. Siempre me mimó, quizá por ser el primer nieto. Atendía mis caprichos en la merienda y la cena y aprovechaba para contarme sus historias que, fabuladas o no, alentaban mi curiosidad y daban rienda suelta a mis fantasías. Haber sabido en esa época que esas historias de vida, esas experiencias, serían hoy tan añoradas, me hubiera dado la oportunidad de dedicarles más atención para guardarlas y compartirlas con mis hijos y nietos.
Mientras el avión, sobre el Atlántico, surca la negrura del cielo nocturno, intuyo que éste no es un viaje más, siento que voy al reencuentro de mi madre, de mis abuelos, su gente y su pueblo.
Y entonces, tras varias horas de vuelo, llego a destino. Aterrizaje en Fiumicino. El tren hasta la estación de Termini y, al fin… Roma!! Camino y soy todo emoción… Mis sentidos funcionan a pleno… En la calle, escucho un idioma que me recibe amigable, no como en Las Vegas, Munich o Marrakech… Claro, mi abuela nunca habló castellano. Hace calor y me doy un gusto, comer unos pedazos frescos de sandía, melón y algunas frutillas que venden en esos típicos puestos callejeros. Aún hoy Tini, mi esposa, no lo puede creer, pues en sesenta años nunca compré alimentos en la calle, pero aquí, frente a la Piazza della Repubblica y teniendo a la vista la Iglesia de Santa Maria degli Angeli e dei Martiri (primer ángel), se me caían los prejuicios. Estaba en Italia haciendo realidad los cuentos de mi infancia, que de joven supuse sólo quedarían en mi imaginación y nunca podría conocer. Seguimos caminando en busca del Hotel Mascagni, , por la Vía Vittorio E Orlando. Distintas sensaciones me invaden sin cesar, no siento el peso de la valija ni la mochila, no tengo dudas ni temores: mi tierra de origen me recibe exclamando: ¡al fin llegaste, Giorgio!
Podré recorrer y tocar al Coliseo, ese histórico lugar donde mi abuelo, con su uniforme de carabinieri, pasaba sus noches de guardia; pasearé por las costas del Tíber donde él cantaba canzonettas napolitanas tratando de seducir con su pinta y su verba a cuanta mujer se le cruzara.
¿Me animaré a ir hasta Magliano de´Marsi? Veré por fin ese camino, en los Abruzzos, donde se hacían las procesiones de Santa Lucia subiendo el monte Velino, el Cafornia o el Sevice. Recuerdo que mamá contaba que, si algún carro con feligreses caía al precipicio, por la lluvia, el barro o un resbalón de la rueda, se exclamaba “…é la volontá di Dio…”
Conoceré el colegio donde transcurrió su infancia y cantaban el himno fascista y otras canciones que agradecían al Duce la ayuda que recibían los pobres y que ella, lavando la ropa en la pileta de nuestra casa en el Doke rememoraba en voz alta. Para mi búsqueda sólo tengo tres datos: Magliano de´Marsi; Felicissimo, el apellido de mi abuela y el nombre de quién sería primo de mi madre, Ercole Morgante quién debería tener más de 85 años.
Al día siguiente, descansado del vuelo y con la emoción más aplacada, recorremos con Tini el Foro Romano, sitio mítico y fantástico si lo hay. Quizá opacado por esa famosa y gran construcción que es el Coliseo, pero donde al caminar en lo que eran sus calles, con sus viejísimas piedras a manera de adoquinado milenario, no sorprendería cruzarse con un senador de blanca toga, un cristiano recién confeso, un mercader de oriente, un general del imperio orgulloso y soberbio, un simple legionario y hasta con algún esclavo en busca de su libertad. Pero no hay suerte, ninguno se acerca o aparece, ni siquiera cuando, agobiado bajo el calor de septiembre, me siento bajo la fresca y protectora sombra de un centenario olivo, bebo un poco de agua y descansamos un rato para luego reiniciar la caminata.
Tini insiste: “…es una locura estar en Roma y no ir al pueblo de tu mamá”, “…Jorge, por favor, pensalo, hay que ir, tenés que ir, son sólo cien kilómetros, no hacerlo es perder una oportunidad preciosa que no sabés si se podrá repetir…”
Temprano por la mañana, Miguel Angel (otro ángel), uno de los mozos que nos atiende durante el desayuno, sabiendo de mi temor a manejar por lugares desconocidos, nos dice de una persona que nos puede llevar; sólo habría que combinar el horario de salida y llegada al hotel y ver si el costo está dentro de nuestro presupuesto.
Puntual, a las once de la mañana, chofer y auto nos aguardan en la puerta. El día es caluroso, húmedo y soleado, debe ser por eso que, aunque el vehículo tiene aire acondicionado, transpiro y mi corazón late sin freno. Angelo, el chofer, (sí, otro ángel más) a poco de entrar en la autopista, intenta hablar con nosotros. Con mi audacia y cocoliche habitual, puedo hacerme entender, le cuento cuál era el motivo del viaje y así, un poco en italiano y un poco en italoargento, vamos reduciendo los kilómetros que nos separan de Magliano de´Marsi. Al salir de la autovía, Angelo dice: “…llegamos, es aquí…y ahora ¿hacia donde?”
Es el mediodía y, como en nuestros pueblos del interior, Magliano está ganado por el almuerzo y la previa de la siesta. El pueblo es hermoso, pequeño, de casas bajas y con poca gente en las calles. Para mí es inmenso, no sé hacia dónde ir. Sin embargo algo surge de lo profundo de mi memoria, así que sin saber ni tener idea dije: “¡Angelo, andiamo a la chiessa di Santa Lucia!”
No es difícil llegar, el sitio está al final de una calle en pendiente, allí arriba, sencilla, hermosa, única, con un parque al costado que da a la autopista y, en el otro costado, impertérritos a través de los siglos, el monte Velino y sus dos cumbres hermanas. En la iglesia no hay nadie… Al rato, ingresamos con respeto… Me domina el momento… Siento un tremendo nudo en mi panza… Estoy donde mi madre pasó su infancia y caigo en la cuenta de cuánto la extraño. Luego salimos, tomando hacia la izquierda, yendo hacia las montañas, mirando todo en derredor y recordando anécdotas y cuentos.
El camino baja con una marcada pendiente que me empuja hacia un lugar llano y amplio, donde terminan las casas de esa cuadra, es el final de esa senda. Gatillo con mi cámara hacia los Abruzzos, intentando traerme a la Argentina esas moles, aunque sea en cientos de fotos. Entonces, cuando vuelvo sobre mis pasos subiendo la cuesta, para ingresar por última vez a la iglesia, despedirme y volver a Roma; surge, desde la última casa de la cuadra, una voz con acento… ese acento tan único y familiar guardado en lo más profundo de mi ser, ese que de niño me arrulló con tanto amor. Le digo a Tini en voz alta: “¿Sabés? Esa señora que habla por celular tiene el mismo timbre de voz y acento que tenía mi abuela”.
La mujer escucha y desciende de su balcón, abre la puerta de su casa y, con una cordialidad y dulzura fuera de lo habitual, saluda y nos pregunta de dónde venimos, le extraña ver a dos argentinos en Magliano. Tini le responde, la felicita por el jardín y ella, Gabriela Manzo, con muchísima gentileza nos invita a pasar a su casa. Nos sentamos en una mesa bajo un árbol frondoso. Mientras Gabriela va a la cocina en busca de alguna bebida fresca, camino hasta el auto a buscar mi mochila, donde tengo fotos de mamá y de mi abuela, así como una carta manuscrita de Ercole dirigida a mi tío Americo. Me es difícil contar lo sucedido a posteriori, recién a la noche, en Roma, cenando con mi esposa, podré afirmar que parecía estar dentro de una de esas maravillosas películas del neorrealismo italiano.
Gabriela, al ver la foto de mi abuela y su apellido, pega un salto, ella conoció a Amelia, la hermana de mi nona y Ercole era su hijo. Entonces, presa de una inmensa alegría, nos abraza y nos pide que nos quedáramos un rato más mientras a los gritos se comunica con Vanda, la vecina de enfrente de su casa. Ella es familiar de Ercole, y le pide que le avisara de nuestra visita, pues, de casualidad, él estaba en Magliano. Todo es a los gritos, tipo conventillo, y con toda la emoción que sólo transmiten los italianos cuando expresan sus emociones.
Nunca olvidaré la llegada de Ercole Morgante. Bajó de su Fiat, con sus ochenta y siete años, erguido, canoso, señorial, serio. Hermoso pero desconfiado nos saluda convencionalmente. Hace algunas preguntas que no sé si respondo bien, el tenso ambiente bulle de emoción y poco idioma, pero los ángeles están con nosotros. Para aventar sus dudas, saco con mucho cuidado el papel amarillento, la carta, del año 1985 con su firma de puño y letra.
¿Quién me puede explicar cómo dos personas, dos hombres separados toda su vida por más de once mil kilómetros, que no se conocen, que hasta ese momento nunca supieron de ellos, puedan fundirse de repente en un abrazo del más puro amor imaginable, y se besen, se acaricien, se mimen cual dos hermanos, cual padre e hijo? Conmocionados, Tini, Gabriela, su esposo y nietita, Vanda y su hija, con lágrimas en sus ojos, son testigos de este estallido de felicidad y amor guardado durante tantos años, quien sabe dónde. Cómo entender a dos personas que, sólo una hora antes, eran perfectos desconocidos. Y ahora están sentados, abrazados en un sillón, tratando de comunicarse para saber uno del otro, para saber de unos y de otros. El idioma italiano y el argentano se mezclan y ríen porque no se entienden, pero los embarga la felicidad.
No sólo son los abrazos, las caricias y los besos entre dos hombres, sino los “te amo”, dichos con profundo sentir. Quizá la sangre y sólo la sangre pueda explicar estos huracanes emocionales desatados por un reencuentro.
Volviendo a Roma, aún golpeado por la emotiva despedida y el compromiso del regreso, orgulloso y triste a la vez, sé que cumplo el sueño de mi mamá y de mis abuelos, lo que ellos siempre soñaron y no pudieron, y que yo, gracias a Dios y a la vida, pude hacer realidad.
Roma, Napoles a los pies del Vesubio con el golfo más lindo del mundo y aún más si se lo mira desde Sorrento; Florencia, Pisa y Venecia… están en las fotos; Magliano de´Marsi y mi nueva familia, están en mi alma y en mi corazón por siempre, desde hoy 27-09-11 hasta el fin de mis tiempos.
JCR/14MAR2013